Viviendo sin reincidencias

Décimo Paso Continuamos haciendo nuestro inventario personal y cuando nos equivocábamos lo admitíamos inme­diatamente.
Como el resto de la especie humana, no soporta­mos equivocarnos.
Suavizando la expresión diremos que si el asunto que se discute no es importante, entonces no nos importa admitir que nos hemos equivo­cado.
No es algo que nos guste especialmente, pero tampoco es tan traumático.
Por otra parte si la materia en cuestión es algo muy importante para nosotros, una idea que siem­pre hemos creído perfecta o una opinión muchas veces defendida, no soportamos que sea puesta en duda.
Incluso puede llegar a ser una experiencia de­sagradable y mortificante.
Sin embargo no creemos ser los únicos en ac­tuar de esta manera. Todos nuestros amigos, fami­liares, vecinos, conocidos, y hasta nuestros enemi­gos parecen comportarse de la misma manera.
Como a ninguna de las personas que conoce­mos le gusta equivocarse hemos llegado a creer que esto es parte de la naturaleza humana. Todo el mundo quiere tener razón, nadie quiere creer que está equivocado.
Tristemente, con bastante frecuencia, todos no­sotros lo estamos.
Examinemos la experiencia que tuvimos en el tratamiento de alcohólicos hace algunos años. Por entonces utilizábamos lo que llamábamos técnicas de «la mente serena»: le decíamos al alcohólico que sufría un trastorno de personalidad subya­cente que lo conducía a la bebida, trastorno que debía ser el verdadero objetivo del tratamiento. La parte física del alcoholismo, pensábamos, acababa cuando el paciente dejaba de sentirse perturbado. La adicción importante era psicológica. Después de todo, ¿no era esa la causa por la cual el paciente había comenzado a beber?
Un día, mientras poníamos en práctica estas ideas, un paciente nos mostró una monografía de James Milam. Este ensayo bastante árido -e im­preso en el más horrible papel anaranjado que se pueda haber visto- desafiaba, en términos inequí-
vocos, cada una de nuestras creencias sobre alco­holismo.
En vez de ser una consecuencia de un trastorno de personalidad, el alcoholismo, según Milam, era en conjunto el resultado de una adaptación física. Era hereditario, sostenía Milam, y los diversos pro­blemas psicosociales que constituían el objetivo del tratamiento, tal como nosotros lo considerába­mos, eran el resultado y no la causa de la enferme­dad.
En lugar de representar defectos de personali­dad permanentes que acosan al alcohólico durante toda su vida, estos problemas psicológicos pueden resolverse con el tiempo si el alcohólico deja la bebida.
Todo esto era revolucionario. Por esta razón comprobamos todos los datos aportados por Milam y descubrimos que, en efecto, el alcoho­lismo era eso que él afirmaba que era: una enfer­medad fisiológica crónica.
Naturalmente, hubo largas discusiones entre los investigadores, pero esto no nos preocupó. Un científico amigo nuestro define humorísticamente la investigación en ciencias naturales como «conje­turas seguidas de debate».
Para nosotros, sin embargo, el asunto estaba claro: el alcoholismo no parecía ser una enfer­medad mental. Tampoco parecía representar un trastorno de la personalidad, ni tampoco era una reacción al estrés que podía provocar cualquier situación, ni un intento de poner remedio a un problema emocional subyacente.
Esto nos puso en un compromiso porque prác­ticamente todos los tratamientos que usábamos es­taban basados en esas suposiciones que ahora, según se demostraba, eran incorrectas.
Nuestra desazón era evidente. Habíamos tra­tado gran cantidad de alcohólicos en los últimos años, enviándolos a AA, ayudándolos a alcanzar la sobriedad. Habíamos efectuado algunos cambios importantes en nuestros métodos a lo largo del tiempo, pero no de esta envergadura.
Supogamos que hubiéramos seguido ense­ñando lo que siempre habíamos enseñado. ¿Acaso no dejaban de beber los pacientes? ¿Por qué pasar por todo el trance de cambiar nuestros métodos? No vimos que ninguno de los otros «expertos» cambiara el suyo. ¿Quién se daría cuenta de la di­ferencia? La respuesta era clara: nosotros.
Podíamos seguir haciendo lo que hacíamos. O podíamos admitir que nos habíamos equivocado, hacer una larga y profunda autocrítica y cambiar.
Fue lo que decidimos hacer. En este caso nues­tro orgullo por la calidad de nuestro trabajo era mayor que la necesidad de tener razón.
Fue muy duro al comienzo. Recordemos que todo lo que habíamos hecho se basaba en suposi­ciones anticuadas. Esto significaba que nuestros pacientes y sus familiares podían señalar errores en lo que en ese momento hacíamos.
Alguien de nuestro equipo recuerda un día en que estaba dando una charla a un grupo sobre la importancia del crecimiento emocional para llegar a ser una persona autorrealizada. Uno de los alco­hólicos de la audiencia le pidió que le dijera clara­mente qué tenía que ver todo eso con el hecho de dejar de beber. .
Lo explicó en términos comprensibles para el alcohólico pero a la vez pensaba para sí: «Bueno, ésta es realmente una buena pregunta. ¿Qué tiene efectivamente que ver esto con el abandono de la bebida?»
Evidentemente se trataba de otra suposición.
Lentamente, a través de un proceso con mu­chas equivocaciones, dándonos cuenta de todo esto y efectuando cambios, perfeccionamos un programa de tratamiento que seguía basándose en los Pasos de AA, pero que también era conse­cuente con nuestra nueva manera de ver el alcoho­lismo como una enfermedad. Esto no sucedió de un día para el otro. Nuestro nuevo programa sur­gió de un examen constante de nosotros mismos y de nuestros métodos a través de los años.
A veces efectuábamos algún cambio en el pro­grama que creíamos sería de utilidad, y luego des­cubríamos que no era así. Entonces debíamos ad­mitir que nos habíamos equivocado y teníamos que comenzar desde el principio.
A veces debíamos tragarnos nuestro orgullo, admitir que sencillamente no sabíamos resolver un problema concreto y pedir a alguien que nos enseñara lo que él había hecho para luego poder imitarlo.
De todos los errores cometidos y corregidos surgió lo que creemos es un programa de trata­miento consistente, efectivo, útil, y sobre todo práctico. Estamos satisfechos y pensamos dejarlo tal como está. Es decir, hasta que encontremos otro error.
Por si todavía no lo ha comprendido, lo que acaba­mos de describir representa una muestra del Dé­cimo Paso.
Identificamos un error en nuestros métodos, uno muy importante, según se demostró después. Nos tragamos nuestro orgullo, nuestro deseo de tener siempre razón y comenzamos a revisar nues­tros métodos.
Esto se debía hacer cada día. No había manera de que pudiéramos prever los cambios que ten­dríamos que hacer antes de que el programa se pusiera en funcionamiento. Teníamos que ser fle­xibles. Si hubiéramos insistido en hacer sólo aque­llas pocas cosas que habíamos planeado al princi­pio, la adopción de una nueva actitud y de un nuevo sistema terapéutico hubiera resultado un completo fracaso. Debíamos contar con un mé­todo para efectuar cambios a medida que avanzá­bamos.
Este es el espíritu del Décimo Paso. El Pro­grama se va solidificando y mejorando a través de un autoexamen ininterrumpido. De esta manera se puede vencer al peor enemigo de la recuperación: la propia necesidad, natural y humana de tener razón.
El Programa de recuperación puede cambiar a medida que usted cambie, digamos que puede ad­quirir vida, como usted mismo.
Tomándose el tiempo necesario para observar lo que hace cada día, puede hallar las soluciones a problemas que nunca podría haber identificado mientras se encontraba en el Cuarto Paso.

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